Pájaros a-cero

I

Muerde mi mano la palanca de cambios. Se confunden la línea de la vida y la quinta velocidad. Se sintoniza mi respiración con el gris oscuro del concreto de los puentes, con el ritmo que sobre mi cuerpo imprime cada agujero en el pavimento. 

Quien sea capaz de ver el destino en un pedazo de piel de la mano tiene toda mi admiración. Siempre he sentido cierta envidia de la certeza de los adivinos y los creyentes, esa capacidad implacable de aferrarse a la fe, de enceguecerse frente a una realidad que indica todo lo contrario. Es como una especie de terquedad mística la de esa gente, un agarrarse al futuro a cualquier precio.

El intelecto acaba siendo una trampa para los otros, para los ateos, para gente como yo. Acá estoy pasando mecánicamente de segunda a tercera, atento como un imbécil a las revoluciones del motor, al ronroneo contaminante de la velocidad. Sin nadie a quien rezar.

Ahora que lo pienso tenía dos ángeles de la guarda cuando era chico. Mariano se llamaba uno, como mi abuelo. Creer en Dios siempre fue mucho para mí, pero podía creer perfectamente que los ángeles de la guarda existían y que podían ser como a mí se me diera la gana. Esa ilusión que uno tiene cuando es chico de que va a crecer y las cosas van a ser como a uno le dé la gana. En fin, Mariano, le monté un departamento en mi imaginación y le puse una pecera a la que mandaba a parar a los peces que se me iban muriendo a mí. Al final Mariano se sintió solo, y le inventé otro ángel, pero ese ya no me acuerdo cómo se llamaba. Hubo un tiempo en que cerraba los ojos y me entretenía hasta dormirme hablando con ellos, haciendo que ellos hablaran. No sé cuándo dejé de visitarlos. Me pregunto si seguirán viviendo en el mismo lugar.

Al final uno no cree en nada, yo no creo en nada, y ahora, viendo las luces verdes, amarillas y rojas de estas calles que me sé de memoria, ya no creo ni en mí mismo.

Todos los días hago el mismo camino: salgo de casa con sabor a café y dentífrico. Antes le doy un beso a mi mujer. Un beso trámite, un beso burocrático, es como tener que pasar por el banco todas las mañanas, pero un poco más breve y húmedo. Le doy un beso a mis hijos cuando se dejan y medio a la fuerza. Todavía estarán unos años jugando a ser unos adolescentes insoportables antes de convertirse en ratones que giran en una rueda sin llegar a ningún lado, hasta cansarse y morir.

Uno tiene hijos para eso, para enseñarles a participar en el mundo. Hay que domesticarlos para que estudien, para que busquen trabajo, para que tengan destellos de felicidad que al final de sus vidas puedan contar con los dedos de una mano, y tengan hijos a su vez, y hagan lo mismo con ellos.

Miro mi vida y no tengo claro en qué momento decidí cada cosa, creo que en realidad no decidí nada, es como si el tiempo hubiera hecho conmigo lo que yo hice con Mariano y con el otro: ponerme ahí, darme un departamento y una pecera, darme una mujer y unos hijos, y después desaparecer y dejarme olvidado, sin más remedio que repetir una y otra vez lo mismo, el mismo camino a casa, los besos sin ganas, el ronroneo del motor, el sexo los viernes a la noche.

II

Hoy es viernes. No quiero llegar, me voy a poner a la derecha para ir más despacio, quien tenga prisa que me pase por al lado, o que se aguante, tengo derecho a no querer llegar. No sé cómo es que quieren llegar ellos. De pronto me pregunto qué fue lo que hice mal, si es que hay algo de la vida que no entendí bien, o alguna instrucción de esas sabias que me dio mi madre que no escuché del todo, porque veo a la gente desesperada con ganas de llegar y yo no quiero.

Por más que fuerce en mis manos el recuerdo no consigo acariciar a mi mujer y sentir algo que trascienda la costumbre. Supongo que a ella le pasará lo mismo, que será igual de triste para los dos ese desencuentro carnal de manos que se posan sobre un cuerpo como quien intenta acariciar un objeto de plástico, sin curiosidad por la textura ni ánimo de descubrimiento. Se impregna la funda del nórdico con los olores ácidos propios de la quinta década, el ácido de tantos guisos con cebolla, el aceite, la gasolina y la tinta, el olor a plomo de las paredes de una oficina en la que siempre está nublado, pero nunca llueve.

He pensado en comprarme un automático, pero creo que pasar los cambios es lo más parecido a un deporte que hago. En cierto sentido es como bailar: escucho el motor y le contesto, veo gente cruzando y me detengo, y bajo a segunda y a primera y él responde, y si lo toco mal, si me salgo del tiempo, entonces se ofusca y se apaga y no me queda más remedio que volver a empezar.

Me pesa el pie derecho todas las noches en el periférico. Cada día tengo que luchar contra la fuerza de gravedad del barranco que me activa el cuerpo, como la quinta velocidad, como la palpitación en el corazón del volantazo. El último baile y los dos volando.

III

La primera vez que volé tenía dieciocho años. También fue dentro de un auto, un Fiat Duna azul tipo camioneta. En esa época, que los asientos de atrás se plegaran era casi un milagro de la tecnología. Mi pueblo y las montañas, la cordillera desnuda por el verano. En mi vida ha habido pocos milagros, pero ese fue uno, que mi amigo se olvidara de dejarme las llaves de su casa y ella: mi uno de enero.

Si lo pienso bien la primera vez que la besé fue la única vez que he besado nunca. Quisiera volver a esa noche y que este asiento de piel se convierta de nuevo en el bordillo blanco de la jardinera de La Toldería, que la sorpresa de la química nos deje pasmados otra vez en ese verano burbuja que duró tan poco tiempo. Quisiera volver a sentir el vértigo de poner el Duna casi en el borde de todos los precipicios, solamente para provocarle miedo y que me abrace. 

Fuimos por hamburguesas y vino a la tanguería donde nos habíamos conocido en noche vieja. Sentí al camino de ripio para llegar del otro lado del lago como se siente el juego de las tazas giratorias de los parques de diversiones, pero esta vez era mejor, porque las piedras marcaban el compás que se sintonizaba con los huesitos que daban ritmo a sus caderas. No eran mariposas, eran colibríes danzarines lo que nos sobrevolaba el estómago, eran ruiseñores picoteándonos las piernas, era el bosque con todas las semillas del mundo que entraba por la ventanilla para perfumarla.

Dimos vuelta a los asientos con hambre, con sed, con los nervios en la sangre, en la lengua. Me quité la ansiedad junto con la camisa y la desnudé como supe, con la prisa del adolescente que era, con la intuición de la fiebre. Sus pezones duros se pegaron a mi pecho patagónico y con eso se me deshizo el mundo. La burbuja de los besos voraces crecía, brillaba húmeda y viscosa entre sus piernas. Éramos dos pulpos colisionando en un festival de tentáculos y descargas eléctricas, éramos como esos dioses indios llenos de brazos y de ojos, llenos de bocas, cubiertos por una capa de sudor espeso, meciéndonos azules, impregnados, apretándonos la carne de los muslos, de la espalda, mordiéndonos el cuello, las orejas y el alma, gimiendo como dos gigantes heridos, como dos gladiadores, bailando al ritmo de un cardumen de peces. Se nos desbordaba el cuerpo en los dedos, se nos multiplicaban las vértebras, se nos volvían líquidos el amor y el asombro. Abandoné mi vida tibia en su vientre esa noche y no la recuperé jamás.

IV

Cuando ella se fue yo me gradué de cobarde.

V

A falta de valor, vértigo. Son las del motor las únicas revoluciones de las que he formado parte. Ahora veo los diarios y resulta que estaba mal cómo tratábamos a las mujeres, estaba mal tirar la basura en cualquier lado, estaba mal torturar a un compañero en la escuela, estaba mal darles patadas a los perros, comer mucha carne roja, estaba mal fumar, abusar de los carbohidratos, estaba mal comer huevos todos los días, bueno, aunque después eso estuvo bien de nuevo.

Resulta que el sexo no era como en el porno, resulta que el amor no triunfa como en las películas, resulta que no existe el destino, que no hay solamente buenos y malos porque únicamente las monedas tienen dos caras. Resulta ahora que yo tendría que haber sido más listo, que tendría que haber sido más valiente, que tendría que haber sido mejor hombre y mejor persona, resulta ahora que la vida no iba de sufrimiento y abnegación, resulta que era peor tener un hijo a los diecinueve años y dejar ir al amor de tu vida porque ser un hombre era hacer lo responsable y casarse para ser infeliz y que el único momento de alivio en todo el día fuera el viaje en auto de vuelta a tu abismo de repeticiones.

Quién iba a decir que el infierno era esto. Una calma absurda de días que se repiten y besos sin ganas. Esperar al viernes para no querer que llegue el domingo, pararse cada tanto en mitad de las montañas a beber de ahí un poco de belleza y que se te llenen los ojos de nostalgia, porque alguna vez fuiste feliz, porque eso es lo que llamás vacaciones, porque toda tu vida es una implacable plancha de concreto con líneas blancas y amarillas. Tan fácil sería ponerse en mis zapatos:

Visualice usted que está en la sala de espera en el consultorio del dentista.

¿Qué siente?

ahora imagine que así son todos sus instantes

Tantas mierdas que hay dando vueltas sobre bienestar y vegetarianismo, mindfulness y autoestima, meditación y budismo, y yo tan básico, tan mecánico, con esta existencia de cámara lenta, de fideos sin sal, de caricias al plástico y la cebolla, de hijos que se multiplicaron como una raza particular de hormigas perezosas a las que hay que enseñar que la vida se puede convertir en una cantidad de esperas sucesivas cuyos desenlaces no producen jamás ninguna bifurcación.

VI

Mi padre siempre me decía “la vida es como la bicicleta, si no se aprende de niño, de mayor te llevas los golpes”. No sé si era más inocente yo, por pensar que si aprendía a montar en bicicleta sabría vivir, o mi padre por pensar que se aprende a vivir antes de los diez años. El asunto es que ni él supo vivir nunca, ni yo andaba muy bien en bicicleta.

Subirme a la bicicleta era siempre un presagio de mi cuerpo volando, golpes, raspones, un estallido de llanto y la letra “A” del final de la palabra “mamá” extendida proporcionalmente a la gravedad de la caída.

No sabía girar ni frenar, no sabía cambiar de dirección ni parar, lo único que sabía hacer era pedalear, era seguir, era decir que sí al peso que la bicicleta les imponía a las plantas de mis pies, sin cuestionamientos ni placer. Ahora que lo pienso quizás mi padre en algún sentido sí tenía razón.

Empezaba a pedalear sabiendo lo súbito y doloroso de la frenada impuesta por el piletón de lavar la ropa. Era una carrera contra el piletón que perdí siempre. Cuando faltaban unos metros para el estrepitoso choque, cerraba los ojos y pedaleaba más rápido, era lo más valiente que podía hacer, apurar el final, acortar la espera. Mis únicos actos de valentía consistieron en eso, en apurar lo inevitable del dolor de rodillas y manos raspadas, en dejarme sorprender por el piletón de lavar la ropa que cada vez parecía llegar antes, gris y mal hecho, con sus asperezas de cemento, piedritas y arena y las ondulaciones sobre las que la ropa moría cada vez un poco, en una fiesta de panes de jabón y vino blanco.

VII

Esta vez no voy a cerrar los ojos.

Piso el acelerador con la misma fuerza con la que pisaba los pedales, giro de nuevo el manubrio de la bicicleta a la derecha, acelero y me abro paso por el arcén

Se me quita el miedo cuando rompo el guardarraíl con lo impostergable de este calor que me sale del pecho agosto de mi cobardía el vacío brota azul como la noche del lago que se quedó en mi garganta por donde ahora no pasan mis respiraciones entrecortadas este cuerpo flotando en esta caja de acero ronroneante que se precipita hacia la nada de la espera pegada al techo esta corona de plásticos grises cemento piedritas onduladas que se tiñen de rojo con esta sangre espesa del invierno que sabe a metal de auto colesterol del bueno para una larga vida de proteína humana parásita del mundo de los bosques los recuerdos que no vienen en cadena a galopar sobre mi frente envuelta en los instintos de mis brazos tejidos de pelos grises lunares dudosos fibras nerviosas serpenteando la carne compacta la grasa flotante de la piel se necrosa mi cinismo abatido color gris violeta en la punta de mis dedos acariciando este último y vuelo

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Lo que persiste

—Acompáñela doctor, que hace años que no lo ve. —Escuché decir a mi hermana por lo bajo.

Me contaron después que yo había nacido en el mismo hospital. Un edificio color blanco- sucio. Entrando ese olor, el olor a apósitos y alcohol, a muerto y desinfectante. Una recepción. Batas blancas por todos lados. A la izquierda la puerta de la terapia intensiva.

Yo tenía los ojos abiertos pero no veía nada, era como si toda la sala estuviera llena de humo, niebla del mal presagio.  Cuatro años sin verte papá. Me encontré preguntando al médico si me ibas a poder escuchar. “Acompáñela doctor” quedó resonando como un eco.

—Médicamente te tendría que decir que no, pero la realidad es que parece que sí escuchan. —Los dos parados en el pasillo frente a la puerta de la habitación.

Entré y miré todas las camas. No estabas. Si estabas. Ahí, en la primera de la izquierda. Te habían sacado la medalla de San Expedito, el santo de las causas desesperadas al que tanto le rezabas. No eras vos. Si eras vos.  

Papi. Me quedé mirándote y de a poco te fui adivinando. Te fui reconociendo. El cueco de tus ojos, los lunares de tus brazos, esos que tantas veces encontrábamos antes de dormir en los míos. Papá. Sabía que tenía que llorar pero no podía, no pude hasta muchos años después. Ese día, ahí al lado de tu cama, se me instaló una tormenta de arena en la garganta. Mi cuerpo se volvió de piedra papá, un desierto vacío inexplicable. Te miré los pies, estaba torcidos, doblados hacia afuera. Tan sólido parece el cuerpo, tan rápido se arquean los huesos. Llamé a la enfermera. Quería cuidarte y no sabía cómo. Teníamos tan poco tiempo papá. Le dije a la enfermera que tenías la piel de la espalda muy roja, que te curara, que te enderezara los pies para cuando salieras. Me dijo que si y agachó la cabeza, porque ella sabía más que yo. Te hablé, papá. Por fin te dirigí una palabra. No se qué dije. Vi gotear el agua por el costado de tu ojo cerrado, vi a la lágrima encausarse por los pliegues de tu cutis cansado. Volví al hospital los cuatro días siguientes. El último te puse música con un discman prestado, “cuando ya nadie te nombre” de ese folklorista que te gustaba tanto.

Cuando me fui del hospital el ultimo día, miré hacia atrás. El edificio parecía un monstruo gigante con lucecitas de navidad. Era octubre.

Romina

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Mi barrio

Cuando tenía 8 años perdí un concurso de poesía. Lo anunciaron en la escuela y yo, que dejaba fluir mi infancia entre los versos de Alfonsina y su vida marina, perdí el concurso de poesía. 

Me pidieron que escriba un poema sobre mi barrio. Yo no tenía nada que decir sobre mi barrio. ¿Qué iba a hacer? ¿Decirles que recién llegaba a ese barrio, desde otros barrios, que había aprendido a no encariñarme con las farolas, ni los agujeros del asfalto? Había dejado atrás tantas escaleras, tantas voces de tantos niños, tantos primeros amores en la escuela. 

Era un barrio más, un escenario de tantos. Tenía sus historias y sus fantasmas. Ahí, en una esquina que, si no mal recuerdo era color amarilla, habitaba el fantasma del marido de la dueña de la casa que alquilábamos. Porota se llamaba la abuelita, desafortunado nombre para una mujer, es como llamarse Alubia Blanca o Frijol. Después de enviudar se casó con el mejor amigo del difunto, cuya alma vagaba a la noche por el garaje. Alubia pasaba todas las tardes jugando a las cartas con su amante, anotando los resultados de las partidas, con números diminutos, en papelitos que guardaban como evidencia de que al final de la vida lo que uno necesita es un amigo y un buen par de anteojos.

En esa esquina del barrio, ya no se si era en Morón o San Justo, había un perro que se llamaba Ambrosio, y cuando pasabas corriendo al colegio te perseguía y te mordía los pies. Él me enseñó a no ir con tanta prisa, a salir más temprano mejor. 

Por esas calles caminé en las siestas queriendo entrometerme en casas que yo pensaba que estaban embrujadas, y jugué a las escondidas y a la mancha. En ese barrio vivía cuando me regalaron una pecera, ahí aprendí que los peces se van demasiado pronto y que sus tumbas son profanadas por las inundaciones, tan frecuentes como los chaparrones. 

En ese barrio, de algún lugar, los ladrones fabricaban instrumentos para no despertar a los robados, y se llevaban con una pinza los paquetes de cigarrillos que mi madre tenía en la mesa de noche que daba a la ventana. Pincitas le llamamos, y me atrevo a decir que las tres lo recordamos con cariño. 

Tantas cosas pasaron en ese barrio, amigas a las que ya no veo, pero si las viera hoy, nos sentaríamos a recordar cómo quisimos hacer una casa en un árbol, que más que árbol era una rama, cómo crecimos juntas un rato, y quizás, que lindos caminos tomamos. 

En ese barrio, que nos obligaba a ponernos pecho a tierra en medio de la cena, cuando tocaba un tiroteo a la puerta. 

En ese barrio en el que mi padre y yo nos comimos un pollo con la mano, en la calle, bajo la lluvia y a las carcajadas. 

¿Qué puedo decir de ese barrio, de sus jacarandas, y sus accidentes de tráfico? 

Es que en la escuela no entendían que no encontrara la poesía en el olor a pan que salía de la panadería, ni en la cara del cerrajero cuando fuimos a pedirle una llave maestra con la que se puedan abrir todas las puertas, no entendían del quiosquero de la esquina que me regalaba libritos de poemas y me cruzaba la avenida, porque era demasiado pequeña para cruzar la avenida, pero lo suficientemente mayor para viajar sola en el bus. 

Un barrio más que dejé atrás y otro menos amable por delante. Ahora podría escribir sobre ese barrio, ahora podría encontrar poesía en los agujeros de ese asfalto, y los tiros y las inundaciones. Ahora que sé que ahí se quedó el último pedazo de mi infancia, ahí derramé inocencia y aprendí a dejar de decir mentiras, jugué a ser grande y a correr carreras en la calle los veranos a la tarde. 

No recuerdo qué escuela era, pero quisiera, si fuera posible, volver a participar en el concurso de poesía, hacerles saber que no todos los niños sienten apego por su barrio, que hay niños para los que el barrio está en otro lugar, o en cualquier lugar, o en ningún lugar. 

Romina.

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Fruta madura

¿Te acordás cuando nos conocimos Helena? La primera vez que te abracé sentí que éramos juncos en un rio en calma ¿Te acordás cuando fuimos al bosque y jugué a picarte los pezones con las hojas espinosas de los pinos? era un mundo de besos hambrientos, de lenguas danzarinas. Recuerdo la humedad del camino en tren a Madrid, el vuelto que se quedó el taxista mientras nosotros corríamos a desnudarnos en un cuarto de hotel.

Cuando me querías, Helena, las noticias yo las escuchaba del “eclipse de mar”, buscaba en los pocillos de café “tus huellas de carmín”, intentaba recrear tu olor a cigarrillo recién liado. Pasé muchas tardes viendo orquídeas y plantas carnívoras en el jardín botánico, contando los kilómetros que me faltaban para volver a verte.

Te odie tantas veces, Helena. Tu mal humor de la mañana, esa obsesión que tenés por planear el día de todos los que estamos en la casa, esa manera de quererme con comida. Ahora mírame, Helena, tengo el alma en los huesos y vos una boca de fruta madura.

Que si te quiero me preguntaste ayer, con los ojos vidriosos y los labios fruncidos. Te quiero Helena. Te odio de tanto que te quiero.

Anoche, mientras dormías, me dediqué a mirar los pliegues que las sábanas dibujaban de tus piernas, intentando averiguar cómo fue que esta cama sobre la que nos amamos tanto, se convirtió en un cuadrilátero en el que yo siempre pierdo por knock out. Tu cuerpo me queda a un abismo de distancia, Helena, aunque si estiro la mano puedo tocarte, y te toco y te veo retorcerte como cuando me querías, y mi sangre reacciona a tu cintura. Son chispazos, destellos de fuego que se aviva cuando soplamos las cenizas.

Estoy cansado de hacerte llorar Helena.

Necesito respirar, necesito que el aire me atraviese cada poro del cuerpo, que me corte. No puedo no tenerte más. No puedo tenerte más, y todo lo otro no importa. Todo lo demás son ingredientes inútiles del mundo. Vos, Helena, vos sos la sustancia y se me está envenenando el alma.

1,2 y 3. Los números de siempre. Los primeros de siempre. Esos que de pibe esquivaba jugando a la rayuela, esos que cantábamos a nuestros hijos moviendo los dedos con cara de idiotas. Que distinto se cuentan desde la punta de esta cornisa, con ese vacío inminente, frente a esa nada capaz de atravesarme. Sin vos no. Helena, con vos tampoco.

Te quiero, Helena. Te quiero.

1, 2…

Romina

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El Tango

¿Para qué bailo? Para construir algo con otro. Entiendo al cuerpo como un catalizador de palabras, nadie sabe qué significados habitan en lo que baila.

Hay varias cosas que se dicen y se siguen repitiendo, y varias cosas que, aunque no se dicen, se dan por verdad y tampoco se cuestionan. Es momento de que le demos al Tango el lugar reivindicativo y subversivo que el arte posibilita, es necesario alzar la voz para dejar de hacer plagio corporal, repitiendo figuras, esquemas y roles que ya son obsoletos.

Vivimos en un mundo que nos lleva a la confrontación y la competencia política, ideológica, cultural y hasta histórica. En este mundo categórico, de buenos y malos, de correcto e incorrecto, quizás la pista de baile pueda ser un lugar libre de etiquetas en el que DOS, así con el cuerpo y sus diferencias, puedan construir una pieza de arte privada e irrepetible, en ese lugar dinámico marcado por el espacio que componen aquellos pares con los que se comparte el universo de la pista.

El otro no es un mero receptáculo de indicaciones corporales, el otro no tiene que obedecer nada, no tiene que seguir, no se trata de que sea una muestra conjunta de destreza. En lo personal, una pieza que resulta un éxito es aquella en la que ambos hemos disfrutado, porque eso quiere decir que, sin forzarnos, hemos logrado expresar algo propio y construir algo común, y en ese momento final del abrazo, sabemos que ya pasó y que no se puede repetir: obra de arte de vida corta y muerte anunciada.

¿Nos gusta hablar de cosas privadas con cualquiera? ¿Es suficiente que el otro quiera mi cuerpo para que yo decida compartirlo? NO y NO. La posibilidad de elegir con quien compartir nuestro cuerpo vale tanto para la cama como para la pista de baile.

Tomarse un tiempo para escuchar de qué va la música, tomarse otro tiempo para escuchar la particular forma de hablar del cuerpo del otro, sincronizar la respiración, abrazar para contener y ser contenido, no para hacer.

Si hay fotógrafos ciegos quizás es porque hay algo en el cuerpo que es capaz de mirar, aunque no vea. Las sensaciones no están necesariamente ligadas a los órganos de referencia.

Ese tiempo en el que dos se conectan en un abrazo dinámico, pensando en aprender a escucharse dónde no se está hablando con la voz, a tejerse con la música de hilo, ahí es quizás que se está bailando tango y el arte tiene lugar.

Lo demás es hacer figuras, es repetir esquemas que se memorizaron en el cuerpo cual perico motriz, es sentir que se baila bien cuando el otro se equivoca. Eso no es arte, pero si expresa algo: la dificultad para cuestionar el mundo que habitamos, la necedad de la objetivación, lo solo que se puede estar cuando no se sabe la diferencia entre lo social y lo íntimo.

Dicho todo lo anterior y haciéndole honor al blog, la forma que sea que usted tenga para bailar no es buena ni mala, sino todo lo contrario.

Romina Beatriz Lencina.

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La historia como atractivo turístico.

Los libros ordenan la historia como en una línea de tiempo, quizás porque las palabras sólo tienen sentido de esa forma, una al lado de la otra. La historia, sin embargo, es un conglomerado de hechos, de vidas y situaciones que se entrelazan como un tejido, está compuesta también por los ruidos, los olores y los pesares de quienes pasan al anonimato por formar parte de la masa.

En los libros sólo se lee sobre los héroes y los villanos, pero no llegan a narrar el color de los ojos del obrero que puso la piedra número 725 de esa construcción que hoy todos admiramos, no pueden describir la sensación en el pecho, el desconcierto de un pueblo que está siendo, en ese instante conquistado o masacrado en una dictadura.

La capilla de Santa María de Tonantzintla, por ejemplo, ahí entendí como se siente la historia: todos esos personajes apilados, paralelos, mezclados; las caras morenas y el penacho de Tláloc junto a la Cruz y la Virgen vestida inmaculadamente de blanco.

En el caso de México, la colonización es un proceso perpetuo: hay que colonizar un poco cada día con la distracción y el olvido, hay que hacer de la historia un fenómeno amarillista para que sobre ella se edifique el turismo, y esa fe politeísta sofocada de nuestros antepasados se convierta en una curiosidad para el capitalista civilizado.

En el caso de España, quizás la poesía que le falta a ese himno esté enterrada en alguna cuneta, sofocada en la memoria sin ley de unos huesos o en la injusticia de un dictador que muere de viejo. ¿Cómo poner estos 200 años en verso?

Romina Lencina.

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Cualquier parecido con la realidad no es-mera coincidencia.

Toc, toc, toc, toc… se escuchan resonar los tacones de mi hermana por el pasillo que está al costado de la casa, todos los días a las 12 de la noche, ¡qué cosas! Se habrá quedado con su novio Julio peleando en el portón como siempre.

Mi Hermana tiene 22 años y yo apenas 8, quisiera tener su vida… quisiera ser Grande y también quedarme hablando con mi novio en el portón, claro que mi novio no sería Julio… no, seria Carlitos, el chico rubio ese de séptimo grado que siempre viene en el recreo a pedirme que le convide de mi coca cola.

Tener padres separados tiene sus ventajas. Mi papá me da 5 pesos todos los fines de semana que nos vemos, y entonces yo los reparto, 1 peso cada día para comprar cosas en el kiosco de la escuela y atraer a Carlitos que me pide y pide coca… lo peor es que como a mí me da mucha vergüenza, siempre le digo que no.

Quisiera tener la edad de mi hermana para ir a trabajar y después a la facultad, para andar en desfiles de modas y viajar, pero principalmente para ponerme unas botas bucaneras negras como esas nuevas que se compró, como de Xuxa… lástima que mi mamá dice que soy muy chiquita para usar zapatos de taco alto, aunque calzo 35 y hay zapatos de mujer grande que me quedan bien.

Todos los días me levanto como a las 10, mi hermana y mi mamá se van a trabajar temprano y yo tengo la mañana para mi sola: voy a la escuela en el turno tarde, entro a la 1 y salgo a las 5.

Mi mamá me dejó las milanesas hechas listas para freír, con unos fideos con manteca. Yo ya se prender la cocina y solita me caliento la comida antes de ir a la escuela, pero primero mi juego preferido: me dispongo a sacar de abajo de la cama el arbolito de navidad, lo que más me gusta hacer cuando estoy sola es armarlo y desarmarlo, siempre una parte de los 5 pesos está destinada a comprar un nuevo adornito para el árbol en la papelería que está al frente de la escuela, ahí no importa que sea junio, tienen adornitos todo el año.

Cuando me inclino para sacarlo, noto, con mucha emoción, que mi hermana dejó las botas bucaneras, esas de Xuxa, ¡me dio una alegría bárbara!, cambia el juego, ahora vamos a jugar a que soy grande, a que soy linda, vamos a jugar a que Carlitos me quiere y se queda conmigo hablando en el portón de la casa, a que me puedo ir a trabajar al aeropuerto y ver a la gente famosa bajar de los aviones y comprar perfumes importados más baratos.

Cuando me veo en el espejo: el pantalón rojo, las botas bucaneras negras que me cubren toda la pierna… el sueño se hizo realidad. Como calzo 35 y mi hermana 38 no me quedan tan grandes.

Improvisé un desfile de modas en la habitación, recibí ovaciones del auditorio y ante el inminente éxito de mi atuendo, me quedó clarísimo que esa es la mejor forma de ir vestida a la escuela.

Claro, no me dejan entrar sin el guardapolvo blanco, ¡me lo pongo y queda mejor todavía! Dejo las milanesas ahí, me da una ansiedad que me quita el hambre de ir a la escuela con las botas bucaneras.

La escuela número 53 de Morón Sur está a tres cuadras de casa, cuando estoy a mitad de camino ya me duelen un poco los pies, pero no me importa nada, llego y todos me miran… lo logré, en ese momento sé que soy la envidia de todas mis compañeras.

Todo el mundo me pregunta por las botas y a todos les digo lo mismo: me las compró mi mamá para el invierno, pero me las compró más grandes para que me duren hasta el año que viene. Es una excelente explicación, a todos nos compran la ropa más grande para que nos dure, nos doblan el pedazo de manga que sobra y listo, no alcanza para comprar a cada rato dice mi mamá, hay que cuidar…

Como mi mamá trabaja mucho, cuando llega a casa duerme una siesta, la mayoría de las veces está dormida cuando llego de la escuela, y hoy no es la excepción, me asomo por la ventana de su pieza antes de entrar y la veo dormida, tiene cara de enojada hasta cuando duerme pobre… trabaja mucho debe estar muy amargada, yo por eso me porto bien y saco diez en todo, para que ella no se preocupe.

Ahora tengo que sacarme las botas antes de entrar a la casa, para que no se dé cuenta y le vaya a decir a mi hermana que se las usé hoy para ir a la escuela. Tengo que entrar despacito porque mamá dice que tiene el sueño muy liviano y que con una mosca que vuele ella se despierta. ¡Hay que ver con qué humor se levanta cuando hago ruido y ella está durmiendo la siesta!

Cuando mamá se despertó de la siesta le puse a calentar el agua para prepararle unos mates como me enseñó, y resulta que siento la voz áspera que pone cuando me va a retar: ROMINA VENI PARA ACÁ, qué pasó mami, ¿VOS TE PUSISTE LAS BOTAS DE TU HERMANA PARA IR AL COLEGIO?, si mami (no le puedo mentir). ¡PERO VOS ESTAS LOCA ¿QUÉ VA A DECIR TU MAESTRA? ¡¿QUE CÓMO TE MANDO AL COLEGIO?!… el resto ya no lo escucho, la culpa no me deja respirar, tengo esa sensación de un nudo en el estómago, de haber hecho algo mal, yo sabía que estaba mal.

La última parte que escucho es no sé qué cosa de saltarse etapas en la vida…

Romina.

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No es bueno ni malo, sino todo lo contrario.

Involuntariamente me vacío con las palabras. Me vacío yo para crear un espacio (jugando al arquitecto quizás) en donde las letras puedan servir de pared, de límite y de contención.

Encontrará aquí artículos de desinterés social, opiniones políticamente incorrectas, recomendaciones para que vea malas películas, lea pésimos libros y escuche música de viejos.

Aquí no hay lugar para la piedad y la compasión (demasiado mal nos causa que se consideren una virtud ahí afuera) así que lo invito a que haga, con finura e inteligencia, los comentarios más desalmados que se le ocurran, no le garantizo que me vaya a ofender, pero sí que esa será su intención, aunque lo niegue.

Le advierto también que, a veces (cuando se me da por ser algo), puede asomar una ternura que le provoque diabetes, tenga un poco de tacto y déjelo pasar, no se discute con una enfermedad crónico-generativa.

Le propongo que hablemos sobre la cárcel del sentido, sobre la violencia de la igualdad, si tiene alguna pregunta, intentaré por todos los medios no responderla, salvo que sea absolutamente innecesario.

¿Jugamos? HD2

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Los carroñeros

La rapiña. Curiosa actividad a la que estamos condenados los de nuestra especie. Desplegamos las alas y el viento las impregna, las abraza, las esponja. Somos capaces de decidir en qué parte del cuerpo queremos que nos dé forma el aire, nuestras plumas albergan siempre la posibilidad de una inundación etérea.

Planeamos allí a donde se quiebran las piedras, entornamos los ojos y nos dejamos caer suicidamente cada vez, un salto al vacío tras otro, un voto más de confianza a la certeza de las plumas. Círculos, hacemos círculos y óvalos. Hacemos círculos infinitos y óvalos mientras descendemos en la dirección que nos va marcando el pico. Un pico siempre hacia abajo, tan jodidamente predecible y desgarrador, capaz de clavarse en la carne y romperla sin amor, sin cuidado, como quien destroza con las manos un pedazo de papel. Un pico que solo sirve para eso, para romper, para destripar la carroña, las fibras podridas y descompuestas de otros cuerpos.

Vivimos al acecho y el acecho es en realidad espera. Estamos presos de nuestra presa. Es mentira nuestro poder, es mentira nuestra fuerza, lo que nos toca cada día es esperar a que algo pase, a que algo muera, estamos atrapados en la inmensidad de una montaña que con el hambre se nos vuelve pequeña, tenemos una visión aguda a la que no le importa el horizonte porque solo mira el punto fétido y cuando lo mira, nos dirige. Señal de que pronto habrá que volver a empezar.

Estas garras, estas uñas que nos sostienen en la piedra, en la rama frágil y seca, estas manos amarillas y cuarteadas, oportunistas y feroces, estas manos nuestras que no acarician, que no aplauden, que no tienen lágrimas que secar, estas pinzas ladronas destrozan los nidos, roban a los cachorros y los vuelven manjar, estas manos/ patas que casi no sirven para nada más, se proyectan como un disparo sin remedio sobre cualquier cosa que puedan apresar.

Planicie gris con líneas blancas y amarillas sobre la que rebotan los rayos del sol, estrías que se ondulan hacia arriba nuevamente en un vapor invisible. Puntos rosas que se mueven, que me miran. Emiten sonidos, se comunican, se desperdigan sobre las hierbas como si tuvieran miedo, agazapados sobre sus patas largas juegan a desaparecer en la maleza y pierden.

Los miro porque no se hacer otra cosa, porque tengo hambre siempre, los miro y mis plumas se ponen en alerta, el viento me da en la cara y respiro, el pecho se me llena de vértigo y de vacío. Las alas se preparan y se erizan, liberan partículas de polvo que bailan con la luz, se van abriendo, configuran sus ángulos. Mis garras abandonan la rama, me dejo caer, precipitado por lo vivo.

Me miran. Me miran con algo gris y largo que se ponen en los ojos. Siguen agazapados y quietos pero me miran a través de ese instrumento, me siguen, acompañan con él mi vuelo,  uno se adelanta, adivina el instante siguiente de mi cuerpo. Ensordece el estruendo.

Romina

Homero

Se sube al colectivo y se sienta en la parte de atrás, así no tiene que ceder el asiento a una embarazada o a un abuelo. Homero tiene ganas de ser héroe pero está cansado. Las piernas le pesan. Siente las medias traspiradas y los pies húmedos adentro de los botines de casquillo de la construcción.

Mira por la ventana del colectivo. Mira a la gente: los vendedores ambulantes; los pobres agolpados comprando juguetes baratos en la estación de Liniers; los chicos de la calle con la mirada perdida, la ropa sucia y las bolsas de pegamento adosadas a la nariz. Las luces de la ciudad empiezan a encenderse y todavía falta mucho para llegar a casa, llegar a casa y volver a empezar.

Le deben varios sueldos a Homero. Tiene que llegar a su casa ahora, jugando a la rayuela con la vida y con los edificios, para decirle a su mujer que todavía no le pagaron. Tiene que ver la cara de su nena, que no sabe, que no entiende, y le sonríe esperando de él un poco de amor. Y él tiene amor para ella. Como quien estruja un trapo para sacarle las últimas gotas le sonríe y la besa.

Cenan en silencio. Cenan en silencio porque no hay palabras cuando la vida se convierte en un mal irremediable. Dentro de poco hay que volver a empezar. Levantarse temprano, tomar mate y volver a empezar.

Pocos logran escapar de la llanura. La vida en estos barrios tiene un limitado número de finales posibles: por las balas, por la merca, por el sida o al loquero. Para los demás sólo queda esa gran llanura. Esos días iguales que se cumplen como una condena.

Los bohemios y los curiosos creen que se escaparon. La verdad es que llevan el barrio adentro. Los va a seguir siempre porque el barrio es como un gran agujero negro que al final logra succionar lo bueno que pueda haber en el alma.

Homero solo espera el fin de semana. El fin de semana pinta asado, vino y alguna raya con los pibes. Quizás a la noche pueda volver a dormir entre los pechos de Laura, esos que todavía le pertenecen, esos que cargan con las grietas de una madurez prematura. El sexo es un trámite burocrático de humedad, un desahogo, un estornudo triste.

No saben si se quieren. Cuando se vive en la llanura no se pueden plantear esas preguntas. En la llanura se lucha, se sufre, se persiste, se trabaja hasta el viernes, se junta para el asado y la merca y después se vuelve a empezar.

El vino que no falte, no puede faltar. Es el único lubricante posible cuando uno está siendo ultrajado por el mundo continuamente. El vino, cada vez más, cada vez más barato, es lo más cerca que se está de ir de vacaciones.

Los pibes. Todos se miran a los ojos como si no supieran que no tienen futuro. Nadie habla de más adelante, nadie hace planes, nadie se va a ningún lado. Homero confunde estar contento con estar anestesiado. Hablan. Hablan de la situación del país, de la ruina, de Menem. Hablan para saberse vivos y recordarse entre ellos que el resto del mundo parece haberlos olvidado.

Si ya se cansó no siga leyendo. No espere dos giros, ni uno. A Homero se le va llenando la cabeza de canas y de fantasmas. Sigue esperando que la plata le alcance. Sigue esperando que no lo despidan y le paguen a tiempo. Desde la ventana del colectivo nadie parece haber elegido su vida. Todos están ahí, luchando por sobrevivir en la furiosa llanura.

“Ni es cielo, ni es azul”

A ella le gustaba sorprenderme. Tenía una facilidad increíble para tocar esos botones inconscientes que hacen que saltes de la silla por miedo, enojo, incredulidad.

Aparecía en los momentos menos esperados, era inoportuna como sólo ella podía serlo. Un día, mientras estaba durmiendo, me agarró la pierna destapada desde debajo de la cama la muy condenada, sabiendo el miedo que me dan a mí los fantasmas. En otra ocasión le puso sal a la yerba del mate, habrá que ver con qué disgusto a la mañana siguiente me la pasé vomitando mientras ella se reía en un rincón del baño.

Buenos Aires en verano es caliente y húmedo como la ingle de Satanás. Era pleno diciembre y yo dormía con el aire acondicionado a tope para poder taparme, creo que me ha quedado la manía de cuando se es chiquito y parece que la sábana representa un fuerte al que no entran ladrones, mosquitos ni fantasmas. De pronto la luz me da en la cara como una cachetada, con lo que me molesta que me despierten con esa brusquedad, justo hoy.

– ¿Otra vez vos? ¿Qué querés que me despertás así?

– Hola (dijo alargando la “a” en tono burlón) ¿Me extrañaste?

– Y la verdad que no. Contesté sin dudas y con enojo mientras me enroscaba en las sábanas.

En la última visita que me hizo me dio unos números, que me dijo, serían los resultados de la lotería. Perdí casi seis meses y mucha plata jugando en todos los sorteos que se me cruzaban y no gané nunca ni un reintegro, no me salían los números ni a la cabeza ni a los diez. Yo creo que en el fondo ella si sabía el resultado de la lotería, no era posible que por azar no saliera ni uno de todos esos números. Lástima que lo que se premia no es errar a propósito, sino acertar por casualidad.

– Vengo específicamente a contarte cómo es el futuro, para que estés preparada. Una obviedad es que existen los viajes en el tiempo. El resto no te lo imaginás, no se lo imagina nadie.

– Pero ¿esta vez me vas a decir la verdad o es como cuando lo de la lotería? Pregunté incorporándome en la cama, con los pelos revueltos y la boca pastosa de la mañana.

– Escuchame bien, tenemos que estar preparadas, no tengo mucho tiempo hoy porque es mi cumpleaños y me están esperando. Resulta que en el futuro no existen ni la literatura ni la filosofía.

– Pero, ¿qué pasó? Dije abriendo los ojos como agujeros negros.

– Verás, en el futuro los tribunales y los jueces pertenecen a un ministerio que se hace llamar “De la Verdad y la Certeza”. Esos políticos/Jueces decretaron que la población tenía que instruirse en las cosas que fueran estrictamente ciertas, que el cielo es azul por ejemplo, es algo en lo que hay que dejar de creer porque ni es cielo, ni es azul, como dice el tango.

Las personas que se maquillan pueden ser condenadas por estafa. Ya no existe dios ni futuro: desde que se descubrió la proteína que es capaz de provocar selectivamente modificaciones en el ADN la gente casi no muere ni envejece. No pudieron borrar el sufrimiento, pero sí genéticamente perpetuarlo.

Los ministros de la verdad escribieron el “Catálogo de las Cosas Ciertas”: un librote de hojas finas y dos columnas por página, en las que se enumeran las cosas en las que dice la Buena Ciencia que se debe creer. La gente se reúne todas las tardes los lunes, miércoles y viernes para leer punto por punto una y otra vez lo que indica el Catálogo, más por miedo que por otra cosa.

La literatura quedó estrictamente prohibida, solamente se pueden leer libros sobre las verdades de la genética y la física. No hay tampoco libros de historia, porque se dieron cuenta que el pasado de los pueblos se parecía bastante a la ficción. Entonces para conocer de historia se publican los compilados jurídicos de cada época, llenos de hechos redactados como carta documento.

La poesía pasó a mejor vida por considerarse absolutamente inútil, no aporta nada a la sociedad conocer lo que evocan los atardeceres, ni lo que Alfonsina veía en el fondo del mar. En el mundo del futuro el arte está condenado a servir a la sociedad, no puede aspirar a cambiarla.

Los policías de las películas no pueden saltarse la ley para encarcelar al malo. A las parejas las arregla el estado según el perfil genético de cada uno, buscando la menor incidencia de enfermedades hereditarias.

El video juego más famoso se llama “Cómo ser un buen agente de aduanas”, consiste en acumular puntos descubriendo irregularidades de empaquetado en las cajas que llegan a los puertos.

La gente ya no baila porque están prohibidas las metáforas, se puede sin embargo hacer pesas, spinning y natación, para cultivar las habilidades que la Buena Ciencia cree que debe tener le cuerpo.

Hay en los bajos fondos, en las cloacas del futuro, un movimiento de rebeldes que sigue leyendo poemas y rechaza la inmortalidad, entre ellos estoy yo, es decir vos, usamos la ciencia de la verdad para construir una máquina del tiempo para poder nutrirnos de las mentiras del pasado.

– Pero no entiendo ¿A qué viene todo esto? ¿Qué se supone que tengo que hacer yo con lo que me estás diciendo? Pregunté sin dar crédito a lo que escuchaba.

– Lo mismo que hiciste con la lotería: jugar como si fuera cierto.

Después de recitar tremendo monólogo a toda velocidad y amparada por la impunidad de la duda, desapareció por el mismo ropero por el que había llegado. Yo todavía estaba en la cama, despeinada y con la boca pastosa de la mañana. Me levanté y en lugar de mate, me tomé un café.

Seminario 1, primera parte

Lectura flotante

Jugar es una forma distinta de no comprender. Si alguien quiere no comprender conmigo, hay en medio de todos estos pedazos desordenados del Seminario- uno que no es de Lacan…

“El centro de gravedad es la síntesis presente del pasado que llamamos historia. Los conceptos surgen de las palabras mismas para delinear las cosas, son pensamiento en movimiento. La reconstitución completa de la historia (hasta sus últimos limites sensibles) implica pagar las deudas que se tienen con la memoria.

El pasado historizado se hace presente en búsqueda de su restitución. Todos los interrogantes se refieren a las funciones del tiempo y solo la perspectiva de la historia y el reconocimiento permiten definir lo que cuenta, ese reconocimiento a veces diluido, en nociones confusas como la memoria y el recuerdo.

Los sueños son un modo de recordar no haber penetrado en tierra prometida, fantasmas fundamentales que dirigen su campo, la verdad, ciencia de lo particular.

Aparece la metáfora de la página en blanco, corriente de palabras paralelas, organización completa de certidumbres. Si algo hace a la originalidad es el rechazo de ese sentido, forcejeo con las intenciones.

¿Qué significa la reconquista? Una formulación de la historia. La brusca percepción de algo que no es tan fácil definir: la presencia. Nuestro mundo solo obtiene su consistencia, su densidad, su estabilidad vivida, en la medida en que, de algún modo, las tenemos en cuenta, los sentimientos son siempre recíprocos.

¿Deseo de qué falta? Con toda conciencia comete un error que cuanto mas incierto, más significativo, error anterior a lo verdadero y lo falso.

Restos de la muerte: emergencia de una palabra verdadera, problema de dominio.

Poco después aparecerá la seducción, el acto de la palabra en tanto imposible, que viene a proyectarse en la relación con el otro. ¿Quién es aquel que busca reconocerse? Movimiento de báscula hacia la presencia, que donde se interrumpe, se aproxima a la verdad.

La experiencia no consiste en un toqueteo afectivo, no se tiene contacto sino con la hiancia: La imagen se ve allí donde no está y los consejos están hechos para que nadie los siga.

Toda ciencia se basa en la reducción del sujeto a un ojo, juega con el continente y el contenido.

El lobo plantea todos los problemas del simbolismo, es dueño del lenguaje, pero no habla, la palabra no le ha llegado. Una ley insensata hace que se identifique solo con lo devastador, la figura feroz, porque la palabra puede expresar al ser, pero nunca lo logra.

Es lo que se presenta como armonioso lo que oculta la opacidad, los individuos están ya muertos y no son nada comparados con la sustancia inmortal que en su seno ocultan como vida, la palabra teje ese pacto que lo conforma y lo constituye.

Veré mi propia cara allí donde no está.”

 

 

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