I
Muerde mi mano la palanca de cambios. Se confunden la línea de la vida y la quinta velocidad. Se sintoniza mi respiración con el gris oscuro del concreto de los puentes, con el ritmo que sobre mi cuerpo imprime cada agujero en el pavimento.
Quien sea capaz de ver el destino en un pedazo de piel de la mano tiene toda mi admiración. Siempre he sentido cierta envidia de la certeza de los adivinos y los creyentes, esa capacidad implacable de aferrarse a la fe, de enceguecerse frente a una realidad que indica todo lo contrario. Es como una especie de terquedad mística la de esa gente, un agarrarse al futuro a cualquier precio.
El intelecto acaba siendo una trampa para los otros, para los ateos, para gente como yo. Acá estoy pasando mecánicamente de segunda a tercera, atento como un imbécil a las revoluciones del motor, al ronroneo contaminante de la velocidad. Sin nadie a quien rezar.
Ahora que lo pienso tenía dos ángeles de la guarda cuando era chico. Mariano se llamaba uno, como mi abuelo. Creer en Dios siempre fue mucho para mí, pero podía creer perfectamente que los ángeles de la guarda existían y que podían ser como a mí se me diera la gana. Esa ilusión que uno tiene cuando es chico de que va a crecer y las cosas van a ser como a uno le dé la gana. En fin, Mariano, le monté un departamento en mi imaginación y le puse una pecera a la que mandaba a parar a los peces que se me iban muriendo a mí. Al final Mariano se sintió solo, y le inventé otro ángel, pero ese ya no me acuerdo cómo se llamaba. Hubo un tiempo en que cerraba los ojos y me entretenía hasta dormirme hablando con ellos, haciendo que ellos hablaran. No sé cuándo dejé de visitarlos. Me pregunto si seguirán viviendo en el mismo lugar.
Al final uno no cree en nada, yo no creo en nada, y ahora, viendo las luces verdes, amarillas y rojas de estas calles que me sé de memoria, ya no creo ni en mí mismo.
Todos los días hago el mismo camino: salgo de casa con sabor a café y dentífrico. Antes le doy un beso a mi mujer. Un beso trámite, un beso burocrático, es como tener que pasar por el banco todas las mañanas, pero un poco más breve y húmedo. Le doy un beso a mis hijos cuando se dejan y medio a la fuerza. Todavía estarán unos años jugando a ser unos adolescentes insoportables antes de convertirse en ratones que giran en una rueda sin llegar a ningún lado, hasta cansarse y morir.
Uno tiene hijos para eso, para enseñarles a participar en el mundo. Hay que domesticarlos para que estudien, para que busquen trabajo, para que tengan destellos de felicidad que al final de sus vidas puedan contar con los dedos de una mano, y tengan hijos a su vez, y hagan lo mismo con ellos.
Miro mi vida y no tengo claro en qué momento decidí cada cosa, creo que en realidad no decidí nada, es como si el tiempo hubiera hecho conmigo lo que yo hice con Mariano y con el otro: ponerme ahí, darme un departamento y una pecera, darme una mujer y unos hijos, y después desaparecer y dejarme olvidado, sin más remedio que repetir una y otra vez lo mismo, el mismo camino a casa, los besos sin ganas, el ronroneo del motor, el sexo los viernes a la noche.
II
Hoy es viernes. No quiero llegar, me voy a poner a la derecha para ir más despacio, quien tenga prisa que me pase por al lado, o que se aguante, tengo derecho a no querer llegar. No sé cómo es que quieren llegar ellos. De pronto me pregunto qué fue lo que hice mal, si es que hay algo de la vida que no entendí bien, o alguna instrucción de esas sabias que me dio mi madre que no escuché del todo, porque veo a la gente desesperada con ganas de llegar y yo no quiero.
Por más que fuerce en mis manos el recuerdo no consigo acariciar a mi mujer y sentir algo que trascienda la costumbre. Supongo que a ella le pasará lo mismo, que será igual de triste para los dos ese desencuentro carnal de manos que se posan sobre un cuerpo como quien intenta acariciar un objeto de plástico, sin curiosidad por la textura ni ánimo de descubrimiento. Se impregna la funda del nórdico con los olores ácidos propios de la quinta década, el ácido de tantos guisos con cebolla, el aceite, la gasolina y la tinta, el olor a plomo de las paredes de una oficina en la que siempre está nublado, pero nunca llueve.
He pensado en comprarme un automático, pero creo que pasar los cambios es lo más parecido a un deporte que hago. En cierto sentido es como bailar: escucho el motor y le contesto, veo gente cruzando y me detengo, y bajo a segunda y a primera y él responde, y si lo toco mal, si me salgo del tiempo, entonces se ofusca y se apaga y no me queda más remedio que volver a empezar.
Me pesa el pie derecho todas las noches en el periférico. Cada día tengo que luchar contra la fuerza de gravedad del barranco que me activa el cuerpo, como la quinta velocidad, como la palpitación en el corazón del volantazo. El último baile y los dos volando.
III
La primera vez que volé tenía dieciocho años. También fue dentro de un auto, un Fiat Duna azul tipo camioneta. En esa época, que los asientos de atrás se plegaran era casi un milagro de la tecnología. Mi pueblo y las montañas, la cordillera desnuda por el verano. En mi vida ha habido pocos milagros, pero ese fue uno, que mi amigo se olvidara de dejarme las llaves de su casa y ella: mi uno de enero.
Si lo pienso bien la primera vez que la besé fue la única vez que he besado nunca. Quisiera volver a esa noche y que este asiento de piel se convierta de nuevo en el bordillo blanco de la jardinera de La Toldería, que la sorpresa de la química nos deje pasmados otra vez en ese verano burbuja que duró tan poco tiempo. Quisiera volver a sentir el vértigo de poner el Duna casi en el borde de todos los precipicios, solamente para provocarle miedo y que me abrace.
Fuimos por hamburguesas y vino a la tanguería donde nos habíamos conocido en noche vieja. Sentí al camino de ripio para llegar del otro lado del lago como se siente el juego de las tazas giratorias de los parques de diversiones, pero esta vez era mejor, porque las piedras marcaban el compás que se sintonizaba con los huesitos que daban ritmo a sus caderas. No eran mariposas, eran colibríes danzarines lo que nos sobrevolaba el estómago, eran ruiseñores picoteándonos las piernas, era el bosque con todas las semillas del mundo que entraba por la ventanilla para perfumarla.
Dimos vuelta a los asientos con hambre, con sed, con los nervios en la sangre, en la lengua. Me quité la ansiedad junto con la camisa y la desnudé como supe, con la prisa del adolescente que era, con la intuición de la fiebre. Sus pezones duros se pegaron a mi pecho patagónico y con eso se me deshizo el mundo. La burbuja de los besos voraces crecía, brillaba húmeda y viscosa entre sus piernas. Éramos dos pulpos colisionando en un festival de tentáculos y descargas eléctricas, éramos como esos dioses indios llenos de brazos y de ojos, llenos de bocas, cubiertos por una capa de sudor espeso, meciéndonos azules, impregnados, apretándonos la carne de los muslos, de la espalda, mordiéndonos el cuello, las orejas y el alma, gimiendo como dos gigantes heridos, como dos gladiadores, bailando al ritmo de un cardumen de peces. Se nos desbordaba el cuerpo en los dedos, se nos multiplicaban las vértebras, se nos volvían líquidos el amor y el asombro. Abandoné mi vida tibia en su vientre esa noche y no la recuperé jamás.
IV
Cuando ella se fue yo me gradué de cobarde.
V
A falta de valor, vértigo. Son las del motor las únicas revoluciones de las que he formado parte. Ahora veo los diarios y resulta que estaba mal cómo tratábamos a las mujeres, estaba mal tirar la basura en cualquier lado, estaba mal torturar a un compañero en la escuela, estaba mal darles patadas a los perros, comer mucha carne roja, estaba mal fumar, abusar de los carbohidratos, estaba mal comer huevos todos los días, bueno, aunque después eso estuvo bien de nuevo.
Resulta que el sexo no era como en el porno, resulta que el amor no triunfa como en las películas, resulta que no existe el destino, que no hay solamente buenos y malos porque únicamente las monedas tienen dos caras. Resulta ahora que yo tendría que haber sido más listo, que tendría que haber sido más valiente, que tendría que haber sido mejor hombre y mejor persona, resulta ahora que la vida no iba de sufrimiento y abnegación, resulta que era peor tener un hijo a los diecinueve años y dejar ir al amor de tu vida porque ser un hombre era hacer lo responsable y casarse para ser infeliz y que el único momento de alivio en todo el día fuera el viaje en auto de vuelta a tu abismo de repeticiones.
Quién iba a decir que el infierno era esto. Una calma absurda de días que se repiten y besos sin ganas. Esperar al viernes para no querer que llegue el domingo, pararse cada tanto en mitad de las montañas a beber de ahí un poco de belleza y que se te llenen los ojos de nostalgia, porque alguna vez fuiste feliz, porque eso es lo que llamás vacaciones, porque toda tu vida es una implacable plancha de concreto con líneas blancas y amarillas. Tan fácil sería ponerse en mis zapatos:
Visualice usted que está en la sala de espera en el consultorio del dentista.
¿Qué siente?
ahora imagine que así son todos sus instantes
Tantas mierdas que hay dando vueltas sobre bienestar y vegetarianismo, mindfulness y autoestima, meditación y budismo, y yo tan básico, tan mecánico, con esta existencia de cámara lenta, de fideos sin sal, de caricias al plástico y la cebolla, de hijos que se multiplicaron como una raza particular de hormigas perezosas a las que hay que enseñar que la vida se puede convertir en una cantidad de esperas sucesivas cuyos desenlaces no producen jamás ninguna bifurcación.
VI
Mi padre siempre me decía “la vida es como la bicicleta, si no se aprende de niño, de mayor te llevas los golpes”. No sé si era más inocente yo, por pensar que si aprendía a montar en bicicleta sabría vivir, o mi padre por pensar que se aprende a vivir antes de los diez años. El asunto es que ni él supo vivir nunca, ni yo andaba muy bien en bicicleta.
Subirme a la bicicleta era siempre un presagio de mi cuerpo volando, golpes, raspones, un estallido de llanto y la letra “A” del final de la palabra “mamá” extendida proporcionalmente a la gravedad de la caída.
No sabía girar ni frenar, no sabía cambiar de dirección ni parar, lo único que sabía hacer era pedalear, era seguir, era decir que sí al peso que la bicicleta les imponía a las plantas de mis pies, sin cuestionamientos ni placer. Ahora que lo pienso quizás mi padre en algún sentido sí tenía razón.
Empezaba a pedalear sabiendo lo súbito y doloroso de la frenada impuesta por el piletón de lavar la ropa. Era una carrera contra el piletón que perdí siempre. Cuando faltaban unos metros para el estrepitoso choque, cerraba los ojos y pedaleaba más rápido, era lo más valiente que podía hacer, apurar el final, acortar la espera. Mis únicos actos de valentía consistieron en eso, en apurar lo inevitable del dolor de rodillas y manos raspadas, en dejarme sorprender por el piletón de lavar la ropa que cada vez parecía llegar antes, gris y mal hecho, con sus asperezas de cemento, piedritas y arena y las ondulaciones sobre las que la ropa moría cada vez un poco, en una fiesta de panes de jabón y vino blanco.
VII
Esta vez no voy a cerrar los ojos.
Piso el acelerador con la misma fuerza con la que pisaba los pedales, giro de nuevo el manubrio de la bicicleta a la derecha, acelero y me abro paso por el arcén
Se me quita el miedo cuando rompo el guardarraíl con lo impostergable de este calor que me sale del pecho agosto de mi cobardía el vacío brota azul como la noche del lago que se quedó en mi garganta por donde ahora no pasan mis respiraciones entrecortadas este cuerpo flotando en esta caja de acero ronroneante que se precipita hacia la nada de la espera pegada al techo esta corona de plásticos grises cemento piedritas onduladas que se tiñen de rojo con esta sangre espesa del invierno que sabe a metal de auto colesterol del bueno para una larga vida de proteína humana parásita del mundo de los bosques los recuerdos que no vienen en cadena a galopar sobre mi frente envuelta en los instintos de mis brazos tejidos de pelos grises lunares dudosos fibras nerviosas serpenteando la carne compacta la grasa flotante de la piel se necrosa mi cinismo abatido color gris violeta en la punta de mis dedos acariciando este último y vuelo